miércoles, 27 de enero de 2010

La luz de la noche.




Vagaba sola, como siempre. Vagaba mientras caía el sol; pronto buscaría su fría cama para dar paso a un sueño profundo que no lograría saciar hasta pasada la noche. Despertaría, sin sueños, sin objetivos, sin nada a lo que aferrarse. Ella no tenía una función en aquel pueblo de locos. Desde niña había sido algo solitaria, sombría, tímida. No sabía hacer nada. Nunca aprendió a leer, ni a escribir, ni siquiera era capaz de sumar, o acaso restar, aunque era capaz de imaginarse la más bella de las historias, el más luminoso cuento. Por su mente navegaban canciones compuestas por melodías que rozaban lo divino, imágenes ideales que no podrían describirse con simples palabras. Desde luego sus compañeros no tenían conciencia de lo que su mente era capaz de concebir, y siempre la habían tratado como a una inútil incapaz de realizar actividad humana cualquiera. Durante sus años de escuela sufrió acosos, insultos y burlas basadas en esa injusta inocencia diabólica que caracteriza a los niños. Durante todos esos años sufrió en silencio, preguntándose el motivo de aquella maldad sin causa.

Con los años aprendió a conformarse con nada. Nada era lo que ella representaba para los demás, una joven sin trabajo, sin familia, sin amigos, sin hogar. Las tortuosas y oscuras calles de la aldea eran su hogar. Había dejado de preguntarse hace mucho tiempo cual era el porqué de su incapacidad. No tenía nada que ver con la pereza, ni con la falta de conocimientos, era simplemente su condición, su mente privilegiada, llena de luz y sueños que jamás podría cumplir. Eso era lo que más le dolía, los sueños frustrados, que se habían clavado en su interior hasta arrancarle el alma y borrarle la conciencia.

Comenzó a tertuliar con las libélulas, que se apiadaban de su corazón en quiebra y le traían noticias de otras tierras, tierras llenas de luz y de esperanza, a las que ella se atrevería a huir algún día, si reunía el valor necesario. Con ellas conversaba cada día de sus sueños malditos y sus dulces pesadillas.

Cierto día un mendigo se acercó por el pueblo. Llegaba de muy lejos, se dijo en el pueblo, y traía consigo una desgracia que los habitantes de aquel lugar no habrían llegado nunca a imaginarse.

El extraño visitante vagó por las calles pidiendo limosna durante varios días. Todas las puertas de las casas se le cerraron en las narices. Todas menos una. La dulce chica solitaria y soñadora que conversaba con las libélulas se apiadó de él, pues como a ella, todo el pueblo le había dado la espalda sin ningún tipo de escrúpulos.

El mendigo se marchó, pero no sin antes aconsejarle que escapara de aquel lugar para cumplir sus sueños y recorrer tierras lejanas, llenas de magia y mundos desconocidos. Ella decidió reunir el valor, de una vez por todas, y huir de aquel lugar de sombras y ruinas.

A medida que se alejaba de la congregación de hogares solitarios y llenos de almas podridas, la oscuridad se fue haciendo más y más grande. Sólo la luz de las farolas trataba de iluminar ese agujero negro en que se había convertido el pueblo.

Los habitantes comenzaron a asustarse. Algunos corrían de un lado para otro creyendo que estaban ciegos, otros se fueron a dormir pensando que todo era una extraña pesadilla, y que despertarían al alba sin acordarse de aquellos sucesos. El resto, simplemente cayó en el suelo y se acurrucó pensando en su propia desgracia.

Ella corría con todas sus fuerzas, por si alguien la seguía. Llevó hacia atrás la mirada, asustada por los gritos provenientes de la aldea. Se quedó helada, parada, sin encontrar respuesta a lo que tenía ante sus ojos. Oscuridad total. No había luz, no había luna. Las únicas luces provenían de las velas de las casas y las farolas. Se alejó deprisa, ahora más que nunca. Entretanto, logró ver a un hombre no muy lejos de ella.

- Perdone, ¿qué ha ocurrido? No consigo ver siquiera la dirección que toman mis pasos.

- Lo siento pequeña, hoy se ha escapado la luna.

Entonces cayó en la cuenta de su error, el error que la había atrapado durante toda su vida. Comprendió en un segundo lo que nunca había entendido. Ella era la luna. Era la luz que ilumina el mundo cuando las tinieblas descansan, la dama que guía a la noche en su confuso camino hasta llegar al alba, el lucero que vigila las almas del pueblo mientras sueñan. Ella corrió hasta quedarse sin aliento.

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