miércoles, 24 de noviembre de 2010

Primera hora de un día cualquiera (Crónica de un erasmus IV)

Es gracioso ver cómo cambia el tiempo sin que cambie nuestro ser. Permanezco impasible ante el frío helado que azota (o acaricia) mi cara cada mañana. Una nueva ráfaga acompaña mis pasos y baila al compás de mis piernas. Toda esta maravillosa melodía termina cuando el primer semáforo me impide el paso y, a causa de códigos, leyes y demás reglamentos, espero mientras cientos de objetos transcurren a toda velocidad delante de mis ojos, impulsando con mayor intensidad el viento hacia mi cara. Antes de llegar a la cúpula donde se encuentra mi parada me encuentro con tres semáforos. Odio especialmente dos de ellos. Durante el tiempo que está en verde apenas da tiempo a cruzar los pocos metros que te separan de la zona peatonal, aunque estés esperando. Además, los alemanes (la mayoría) son especialmente raritos en ese tema, y, si el semáforo está en rojo, esperan plantados como estatuas aunque no se vea un sólo coche a la legua. Así son.

Cuando llego a mi estación, compruebo que mi tren no ha llegado aún, me tranquilizo y me dejo llevar por las escaleras mecánicas. No suele haber término medio, o pasa justo cuando acabo de poner un pié en el escalón más alto (punto en el que me toca correr de verdad si no quiero que se cierren las puertas en mis narices) o me toca aguardar casi diez minutos (la diferencia de tiempo entre dos trenes de la misma línea, en la misma estación). Subo, escucho sin interés el mítico y repetitivo "Vorsicht, bitte zurück bleiben" de los conductores, con su voz ronca y monótona, y me siento. Porque en este tren siempre hay sitio libre para sentarse (casi, casi siempre). Observo a la gente que entra, se sienta, prefiere estar de pie, se apea, lee el periódico, escucha música en su mp3 sin darse cuenta de que todo el vagón le escucha, se toma un café "to go", duerme mientras se dirige al trabajo, repasa los apuntes de la universidad, mira a la nada (como si ésta fuera a solucionar sus problemas), se encuentra cabizbajo para no mirar a nadie a los ojos, se ocupa de pintarse los labios, rebusca en su bolso, juega al block breaker en su móvil, se lía un cigarrillo. Entretanto llego a mi estación de transbordo, cojo el siguiente. Este tren es todo lo contrario al anterior. Siempre está completamente saturado. No me gusta este tren, es agobiante, no puedo sentarme y hay un ir y venir de gente que hace todo lo posible por entrar en el tren por todas. Por suerte, sólo hay tres paradas hasta Universität.

En ese instante llega el momento "dulce". Porque desde que salgo del tren empiezo a percibir un delicioso olor a bollería recién hecha. Continúa por las escaleras y no cesa hasta salir de la boca del metro, donde de nuevo me topo de lleno con el viento. O mejor dicho, él se topa conmigo.

Los últimos cinco minutos que me llevan hasta la puerta de mi escuela son breves y fugaces. Cruzo una calle, ir y venir de gente, ando por la acera, ir y venir de gente, giro a la izquierda, y de nuevo ir y venir de gente. Y el tren llega a su destino.